Zahorí (del poemario "Algo sagrado") Raúl Viso.
Me buscaste
-zahorí
incansable a un alma como agua
subterránea- cuando intentaba la tristeza
de ciertas sonrisas resignadas, aviesas, con que cobran
sentido algunos exilios personales.
Ni una voz eras cuando me hablaste
por primera vez, pero de ti leí que tenían
sed tus palabras de ser toda la sed
que pueda llegar a sentirse acumulada en el mar.
No tenía consistencia aún tu presencia
ni desmayado cuello tu aroma
donde cometer depredaciones;
de ti sólo sabía el fulgor de tu nombre,
la albura del ave que enjaulan tus siglas
en que yo intuía la orfandad de esa niña que asomaba
sus sorpresas a mi vida en las deshoras,
y algo del dique en tus ojos azules
que no alcanza a contener el océano que te ruge dentro.
Por un saludo me llegaron a un tiempo tu alegría
y tu desgarro, contrarios entre ellos,
la tinta de tu voz extinta entonces que era casi
demanda urgente de las mejores pasiones soñadas
que puedan recopilarse en los libros mejores.
Pienso ahora en tu álbum de fotografías
antes de hacerte carne y hueso y piel y anuncio
y presencia imprescindible e infalsificable:
no te hacía justicia esa virtualidad,
por impersonal y lejana; era
ficticia tu fragilidad, sin correspondencia
hallada con esa esgrima en tu mirada que devuelve
mandobles de bélico cobalto cuando te sabes guerrera;
tu aparente inocencia no lo era tanto.
Yo era solo sin ti,
solo en compañía, solo con nadie.
Desgranaban los últimos días
de ese tipo de primavera encomiable que buscamos,
como un consuelo al modo
de un abstracto sistema de defensa, aquellos
a los que el invierno se nos encona
en los sofisticados pliegues del alma.
-zahorí
incansable a un alma como agua
subterránea- cuando intentaba la tristeza
de ciertas sonrisas resignadas, aviesas, con que cobran
sentido algunos exilios personales.
Ni una voz eras cuando me hablaste
por primera vez, pero de ti leí que tenían
sed tus palabras de ser toda la sed
que pueda llegar a sentirse acumulada en el mar.
No tenía consistencia aún tu presencia
ni desmayado cuello tu aroma
donde cometer depredaciones;
de ti sólo sabía el fulgor de tu nombre,
la albura del ave que enjaulan tus siglas
en que yo intuía la orfandad de esa niña que asomaba
sus sorpresas a mi vida en las deshoras,
y algo del dique en tus ojos azules
que no alcanza a contener el océano que te ruge dentro.
Por un saludo me llegaron a un tiempo tu alegría
y tu desgarro, contrarios entre ellos,
la tinta de tu voz extinta entonces que era casi
demanda urgente de las mejores pasiones soñadas
que puedan recopilarse en los libros mejores.
Pienso ahora en tu álbum de fotografías
antes de hacerte carne y hueso y piel y anuncio
y presencia imprescindible e infalsificable:
no te hacía justicia esa virtualidad,
por impersonal y lejana; era
ficticia tu fragilidad, sin correspondencia
hallada con esa esgrima en tu mirada que devuelve
mandobles de bélico cobalto cuando te sabes guerrera;
tu aparente inocencia no lo era tanto.
Yo era solo sin ti,
solo en compañía, solo con nadie.
Desgranaban los últimos días
de ese tipo de primavera encomiable que buscamos,
como un consuelo al modo
de un abstracto sistema de defensa, aquellos
a los que el invierno se nos encona
en los sofisticados pliegues del alma.
Me buscaste.
¿A qué
ahora tratar de encontrarle a esa búsqueda
razones? Pero me asombro aún al pensar
que fui yo a quien tú elegiste,
pues es la mujer siempre la que elige al hombre.
Me buscaste.
Me cuesta creer
que un molde de azar definiera nuestros pasos
respectivos, los del uno dirigidos hacia los del otro,
pero es sabido que todos los amantes tienden a imaginar
que su historia única fue urdida por fuerzas mayores e invisibles.
Entretanto, yo me pregunto, aún
me pregunto, cuando a la noche que no acaba
me estallan en el pecho celos retrospectivos
y futuros, qué viste en mí,
qué resolución de amor vislumbraste tal vez en mi sonrisa,
qué herida quizá que te hiciera conmoverte
para hacerte confundir por una sola letra
pasión con piedad,
ahora cuando tiemblo al pensar en todas las probabilidades
que tuvimos en contra
para no encontrarnos nunca.
¿A qué
ahora tratar de encontrarle a esa búsqueda
razones? Pero me asombro aún al pensar
que fui yo a quien tú elegiste,
pues es la mujer siempre la que elige al hombre.
Me buscaste.
Me cuesta creer
que un molde de azar definiera nuestros pasos
respectivos, los del uno dirigidos hacia los del otro,
pero es sabido que todos los amantes tienden a imaginar
que su historia única fue urdida por fuerzas mayores e invisibles.
Entretanto, yo me pregunto, aún
me pregunto, cuando a la noche que no acaba
me estallan en el pecho celos retrospectivos
y futuros, qué viste en mí,
qué resolución de amor vislumbraste tal vez en mi sonrisa,
qué herida quizá que te hiciera conmoverte
para hacerte confundir por una sola letra
pasión con piedad,
ahora cuando tiemblo al pensar en todas las probabilidades
que tuvimos en contra
para no encontrarnos nunca.
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